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La eutanasia: 'conmorir', convivir


Uno de los temas más debatidos de la bioética es desde hace muchos años el de la eutanasia. Los medios de comunicación lo sacan a colación con frecuencia, diversos movimientos sociales ("Pro-vida", "Derecho a morir dignamente", Iglesias, grupos feministas) se pronuncian a favor o en contra de ella, y también los políticos señalan la posición de sus partidos al respecto. Multiplican sin límite los expertos las diversas especies del género thánatos (muerte) y hablan de "orto-tanasia" (muerte correcta, en el momento adecuado), "caco-tanasia" (mala muerte), "autonomo-tanasia" (muerte elegida por el propio sujeto), "hetero-tanasia" (muerte padecida y no querida) y de un largo etcétera.
Curiosamente, por debajo y por encima de disputas y más allá de las clasificaciones del género "muerte", justo es reconocer que la palabra "eutanasia" es bien hermosa, porque significa a fin de cuentas "buena muerte". ¿Y quién no desea una buena muerte para sus seres queridos y para sí mismo?
Ocurre, sin embargo, que se entiende de diversos modos qué es una muerte buena, porque algunos tienen por buena una muerte en gracia de Dios, otros, una muerte sin dolor, otros, una muerte sin encarnizamiento terapéutico, sin una gran cantidad de aparatos conectados a la persona para prolongar su vida, y así podríamos continuar largo rato ampliando el catálogo de lo que las gentes entienden por una muerte buena.
Tal vez por eso en un excelente suplemento que dedicó a "las metas de la medicina" el 'Hastings Center', uno de los centros más prestigiosos en bioética, señalaban los autores que una de esas metas consiste en ayudar a los pacientes a morir en paz. Sin entrar en la polémica de la ''muerte digna" o de la "muerte buena", se limitaban a consignar lacónicamente los redactores del documento que las personas deseamos morir en paz y el personal sanitario debe ayudar a ello. Pero, ¿qué es morir en paz? Morir en paz es traspasar esa línea sutil que separa la vida de la muerte con serenidad, con sosiego, sin aferrarse con desesperación a la vida biológica, como si la muerte no fuera tan natural como la vida, sin despreciar tampoco la vida como si no mereciera la pena vivirla. Morir en paz es, a poder ser, morir rodeado de aquellos con quienes hemos hecho la vida. Con aquellos a quienes queremos y que nos quieren. Con aquellos con los que hemos querido. Con todos aquellos con los que hemos conjugado las distintas preposiciones del verbo "querer": querer a, ser querido por, querer con.
Naturalmente, este tipo de muerte no está al alcance de todas las fortunas, y nunca mejor dicho, porque puede cabernos en suerte una muerte por accidente, por enfermedad súbita e imprevisible, incluso perder la vida a manos de otro o de otros, a manos del hambre y la miseria. La fortuna o la providencia juegan en éste, como en otros asuntos, un papel innegable en la comedia humana. Lo cual no obsta para que en éste, como en otros asuntos, siga siendo importante intentar preparar en lo posible, en lo que esté en nuestra mano, una muerte en paz. Y no es precisamente este camino de prepararse a morir en paz el que están tomando las sociedades desarrolladas.
En principio, porque intentan con todas sus fuerzas desterrar a la muerte de la vida cotidiana, condenarla al exilio, fuera de hogares, recluirla en los hospitales y en los tanatorios para que no asome su desagradable rostro en el día a día de la existencia. Pasando al extremo contrario de la medieval meditatio mortis, intentan vivir las sociedades avanzadas como si no hubiera muerte, como si sencillamente un buen día las personas emprendieran un largo viaje y nadie preguntara ya adónde han ido, aun sabiendo que no van a regresar.
Y, sin embargo, tan natural es la muerte como la vida, tan parte de la existencia como la alegría y el sufrimiento, como el amanecer y la noche. Por eso, importa ir preparando también una muerte en paz para todos y cada uno de los seres humanos, sin obsesiones macabras, sino con la naturalidad de lo inevitable.
Conviene para eso ir recordando que la muerte humana, la de los seres humanos, no se dice en sustantivo, sino en infinitivo verbal, que es un proceso -el "morir"- por el que vamos traspasando ese umbral sin retorno, solos, o con otros.
Morir solo es apercibirse de que la propia existencia a nadie importa, de que la propia muerte a nadie daña, porque no se ha vivido con nadie ni para nadie. Morir con otros, conmorir, es un largo proceso. Es ir sintiendo que la vida se nos escapa, cuando se nos van muriendo aquéllos que son ya parte nuestra porque los hemos con-vivido, hemos vivido con ellos.
"No es sólo que he venido muriéndome -se dolía Miguel de Unamuno en Niebla- es que se han ido muriendo, se me han muerto, los que me hacían y me soñaban mejor".
Y completaba rotundo Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería".
Morir con otros a lo largo de la vida, no morir solo, exige haber ido conjugando con ellos todas las preposiciones del verbo "querer".
Adela Cortina 

Vida Nueva n. 2212 (Diciembre 1999)

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