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Cuidar al Moribundo

Una enfermedad mortal, como negación de vida, es una amenaza contra el propio ser y sitúa al moribundo en uno de los momentos más importantes y singulares de su existencia, en un tramo final que puede afianzar todos sus logros, que puede rectificar parte de sus limitaciones mejorando al final su proyecto vital, o se puede anular, empobrecer, pervertir o distorsionar toda la coherencia de su vida hasta entonces.

Por esto, es muy importante aprender a dejar morir al enfermo, sin anonadarlo con engaños o distracciones vitales, y, además, ayudarle con un acompañamiento íntimo y leal, que el permita morir en paz, de acuerdo con sus valores y preferencias. Un cuidador cercano, significativo para él –familiar, amigo o sanitario vocacionado-, puede cubrir esta necesidad, y no solo para ayudarle a prevenir los sufrimientos evitables y confortarle en los inevitables, sino, sobre todo, para reforzar su resiliencia, es decir, su capacidad de sobreponerse a fuerzas que tratan de doblegarlo, para que se mantenga entero y firme, ya que esto es lo que capacita al ser humano a hacer una vida sana en un medio insano, como puede ser el profundo dolor moral ligado a la pérdida final, en el caso que nos ocupa.

Solo de este modo el paciente desahuciado podrá terminar su realización personal de una manera más provechosa y segura, haciendo de su morir un modo de revivir, subrayando y finiquitando su existencia. No debemos olvidar que el moribundo, sobre todo si es muriente, permanece en su proceso de “llegar a ser”, sin “ser” aún, y que nunca está ni debe estar en un proceso de “dejar de ser”, por sus renuncias, angustias o cobardías. Por el contrario, todo paciente incurable debe ser apoyado para que entre en un “afán de llegar a ser”.

Paralelamente, también es importante recordar en este momento que la muerte no significa, en sí misma, el final de lo absoluto, si por tal entendemos algo más que el ser singular. Toda vida humana está engranada en un proceso en marcha transitivo y trascendente, cualquiera que sea la interpretación cognitiva que demos al hecho (mistérica, ecológica, evolucionista u otra).

Pensando en la humanidad actual y sobre todo histórica, suena bien el poema de Dyland Thomas en el que clama: “Y la muerte no tendrá dominio”. Así dice un fragmento, con la traducción ligeramente modificada por mí:

Y la muerte no tendrá dominio.
Los muertos desnudos se confundirán
con el hombre en el viento y en la luna poniente;
cuando sus huesos se limpien
y esos huesos limpios se desvanezcan,
tendrán estrellas en sus codos y en sus pies;
aunque se vuelvan locos, serán cuerdos;
aunque se hundan en el mar, surgirán de nuevo;
aunque los amantes se pierdan, el amor no se perderá.
Y la muerte no tendrá dominio.

A este valor trascendental debe contribuir, a ser posible, todo ser humano, con mejor o peor fortuna, y a ello está llamado. Por eso, ante la situación de una persona en un estado de gran debilidad física, como es el moribundo, se precisa que realice para compensarla un gran rearme moral, dotándose de una extraordinaria energía espiritual. A ello deben contribuir sus posibles personas acompañantes.

Todo ser humano, sobre todo en condiciones de gran fragilidad, merece el máximo respeto: es decir, el reconocimiento de que tiene vida propia y de que su existencia, su devenir singular y único, solo puede protagonizarlo y realizarlo él mismo.

Es normal que, ante la extraordinaria alarma de dejar de ser, la mayoría de las personas confrontados con la presentación de una muerte inmediata tengan tentaciones de huir, negando su realidad. Sin embargo, en este momento más que nunca, el humano necesita afrontar su propia muerte y su auténtico morir, salvándose del miedo paralizante a la muerte, de las tentaciones al abandonismo y/o a la resignación, así como de todo lo que en su proceso de morir, recién iniciado, le haga perder su identidad y/o su personalidad, deshumanizándole. Los cercanos a él, por parentesco o profesión, tienen la obligación de ayudarle a morir sanamente, siendo y deviniendo como él mismo, sin hacer de la muerte una enfermedad.

Preparación


Para poder cuidar al moribundo hace falta que el cuidador haya elaborado, sobre todo, su propia muerte y la tenga asumida. Asimismo, que posea un concepto claro sobre el sentido del morir y de su aportación total al conjunto de la vida personal de la persona atendida. Además, necesitará realizar cuatro tareas más:

  1. Evitar sus propios mecanismos de defensa:
-          Su identificación masiva con el enfermo.
-          Sus sentimientos de culpabilidad y su escrupulosidad exagerados.
-          Sus muy posibles vivencias de impotencia y de desánimo.
-          Sus momentos de confusión y de desconcierto.
  1. Liberarse del falso pudor paralizante.
  2. En el caso de los sanitarios, ahuyentar la profesionalidad formalista y hierática.
  3. Mantener hacia el sujeto terminal una actitud propulsiva, basada en las motivaciones al desarrollo, eliminando al máximo, las posturas defensivas, sin caer en la trampa fácil de evitar el dolor por encima de todo. En toda la vida, incluso en su fase final, el dolor es a veces necesario para realizar la naturaleza humana.

Todo lo que venimos manifestando apunta a una realidad inequívoca. Quien quiere cuidar a un paciente en el final de sus días necesita algo más que poseer una buena formación y conocimiento; precisa tener un saber experiencial en su propia existencia, para poder ser con el ayudado y no solo saber qué hacer con él. A este no hay que darle solo ayudas y remedios, hay que saberse dar.

Reconocer al moribundo


Es frecuente el error de considerar al enfermo aquejado por una patología mortal como un ser alienado, despojado de su identidad y presa de un ente exterior que lo enajena y domina. Nada más lejos de la realidad. El moribundo es un ser que vive, que es protagonista, sujeto y autor de un pasado que tiene que revisar y asumir, dueño de un porvenir a formular y vivir, y señor de un presente en el que discurre y se hace.

Por consiguiente, es, en todos sus conceptos, una persona que retiene su esencialidad, que abriga deseos, que experimenta necesidades, que sustenta esperanzas y que tiene todavía un tiempo, precioso, por argumentar.

Necesidades del moribundo


Para seguir siendo persona y para alcanzar la felicidad plena, el sujeto que contempla de cerca su muerte, si se le deja, suele experimentar necesidades muy profundas en la línea de reconocer sus raíces, de ahondar en lo auténtico y de subrayar su vida dentro de un proceso de morir que está en marcha, abierto a lo desconocido.

A fin de trabajar todo ello, la gran mayoría de los murientes necesitan una relación de ayuda que les apoye en la tarea. Se trata, en este caso, de una relación de ayuda peculiar, ya que en todos los otros casos quien oferta dicha posibilidad es alguien que ha transitado antes por el camino en el que discurre la persona a ayudar. No es este el caso que nos ocupa: la muerte es un misterio para todos los seres humanos y lo sigue siendo, en estas circunstancias, para ambos miembros del par. Por eso, la relación de ayuda en la terminalidad se instala en un estilo propio: el acompañamiento entre iguales en situación desigual. Se trata de configurar una díada en  el final de la vida que rememora y completa la díada madre-hijo del inicio, apoyando al doliente para que aspire a su liberación total y al cenit de sus posibilidades, basándose no en la experiencia, sino en la intuición y en la empatía.

Desde el punto de vista del cuidador, configurar una díada con el que se está muriendo, “una pareja de dos seres especialmente vinculados entre sí”, como reza el Diccionario de la lengua española, supone algo más que la tarea de un oficio o de un quehacer. Es una experiencia que conmueve y remueve profundamente a nivel personal, porque exige cotas muy altas de compromiso, de servicialidad y de donación. Se trata de un ejercicio muy particular de la “benefidencia” preconizada por Laín Entralgo: un darse al más necesitado de ayuda sumiéndose en su mundo, para poder así, desde su esencialidad, conocerlo verdaderamente y contribuir a su definitivo y permanente alumbramiento. Tarea noble y generosa en la que quien la ejerce también deja de ser él mismo, como diría Gadamer, reconociéndose en la desolación del otro, en su sufrimiento, y reconstituyéndose con él. Es a través de esta distintiva comunión amorosa entre el que fenece y el cuidador-amigo en la que el primero puede renacer, avivado por el ser significativo que discurre a su vera y le empuja: deudo, amigo íntimo, médico, sacerdote, etc., siempre comprometido.

El cómo: dinámicas de ayuda


La persona angustiada por su vivencia de finitud necesita, por encima de todo, alguien comprensivo y cercano que le escuche activa y profundamente, con paciencia, con simpatía, con serenidad, con sosiego, acomodada en su soledad y disfrutando del silencio de la verdad absoluta. Asimismo, precisa que ese alguien le tolere, le comprenda, le acepte y le aguante sin desmoronarse.

Sobre este bagaje de seguridad surgirán, en el entramado entre el cuidador y el atendido, las tres disposiciones afectivas básicas que deben singularizar al primero, sin las cuales cualquier tipo de ayuda sería un fiasco: el respeto, la verdad y el amor.

Toda persona abocada a la probabilidad de una terminación cercana, en sus cábalas y divagaciones, bien podría afirmar con Gustavo Adolfo Bécquer en su LXI rima:

Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próxima a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?

Todos, en el fondo, anhelamos un amigo íntimo, en sus múltiples acepciones, vigilando y apoyando nuestro propio expirar. Cinco son, entre otras, las grandes tareas que ese amigo íntimo puede practicar con su protegido:

  • Acogerlo: admitirlo, aceptarlo y aprobar su vida y su morir para ayudarle a que él mismo se descubra y se responsabilice.
  • Sosegarlo: logrando que se asiente, descubra sus raíces y se alimente de las mismas, para que se fortalezca en momentos tan importantes.
  • Pacificarlo: regalándole la tranquilidad del orden y de la calma, y preparando sus “aguas tranquilas”, en las que pueda ver su imagen reflejada.
  • Serenarlo: alejando de él los diversos nubarrones que le pudieran confundir u oscurecer: miedos, frivolidades, conflictos y otros.
  • Autorizarlo: reforzando su dominio sobre su vida, aún activa, para que continúe siendo el autor íntegro de la misma. Si fuera el caso, logrando que pida y asuma el perdón de sus personas ofendidas, para reparar los desperfectos de una vida insuficiente.

Para lograr lo que antecede, el cuidador de la persona que discurre sus últimos días puede utilizar tres estrategias instrumentales que se han confirmado útiles en las dinámicas que estamos contemplando:

  • La ternura: observando al ser en despedida con una visión cósmica, alejada, en perspectiva, con inmenso cariño, con risueña conmiseración y con un encendido carácter protector. Tal vez, expresando la certidumbre, la tenacidad y el talante amoroso y suave, recogidos en los versos del poema “Actitud” de Dulce María Loynaz: Inclinada estoy sobre tu vida como el sauce sobre el agua.
  • El sentido del humor: ayudando a relativizar las cosas y a penetrar en lo profundo de lo que ocurre, sin incomodar o herir.
  • El contacto, simbolizado y expresado en la mano.

La finalidad de la muerte exige la vivencia del calor amoroso de un ser querido, muchas veces, como ya apuntaba Bécquer hace unas líneas, atesorado en la mano, parte señera de la sede del ser que es el cuerpo. En ella se condensan mejor que en ninguna otra parte la confortación y el adiós, sobre todo cuando la ruptura existencial con el entorno está ya en marcha. Rabindranath Tagore pone, bellísimamente, en boca del moribundo su mensaje para quien se va a quedar:

Cuando las horas del crepúsculo
ensombrecen mi vida,
no te pido ya que me hables,
amigo mío,
sino que tiendas tu mano.
Déjame tenerla
y sentirla
en el vacío
cada vez más grande
de mi soledad.

Material obtenido del libro “Vivir la muerte. La muerte y el morir”del Dr. Vicente Madoz Jauregui, médico psiquiatra y fundador de Fundación, Argibide (Fondo Navarro para el Desarrollo de la Salud Mental). El libro está publicado en Editorial Verbo Divino, Estella 2015, capítulo 9, páginas 137-146.



Vivir la muerte garantiza saborear la vida. Resulta absurdo soslayarla. Hay que asumirla como parte esencial de la existencia, con sus contrastes, con sus miedos, también, muchas veces, con la sencilla felicidad de lo natural y cotidiano. Es necesario preverla, prepararla y acogerla. También, lograr que su duelo sea humano y enriquecedor. Podéis ver el vídeo sobre la presentación del libro en: https://www.youtube.com/watch?v=a0RdJi3Zoeo&feature=youtu.be



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