La afirmación de que “la Iglesia no es una empresa” es una reflexión válida desde una perspectiva general, pero es fundamental desentrañar su significado y entender los matices que encierra. En primer lugar, es crucial destacar que la Iglesia no busca lucro, lo que la diferencia de una empresa en su sentido más estricto. No obstante, esto no implica que su funcionamiento y organización carezcan de un grado significativo de responsabilidad y profesionalidad.
Nosotros, como Iglesia, formamos el cuerpo de Cristo en la tierra y tenemos una misión que trasciende los límites de cualquier organización secular. Nuestro propósito es evangelizar, servir a los más necesitados y promover los valores del Reino de Dios. Esta misión es profunda y exige mucho más que simplemente cumplir con deberes, ya que no está exenta de requerimientos operativos que, de alguna manera, tienen paralelismos con los de una empresa. Aunque no perseguimos beneficios económicos, debemos gestionar nuestros recursos de manera eficaz, asegurar la calidad en nuestros servicios y garantizar el respeto hacia nuestros miembros y a la comunidad en general.
Cuando afirmamos que la Iglesia tiene la responsabilidad de hacer las cosas bien, no estamos insinuando que nos asemejamos a una empresa en términos de ganancias o competencia. Más bien, estamos reconociendo que nuestra tarea es aún más exigente. La entrega desinteresada en el servicio, el amor hacia el prójimo y hacia Dios no eliminan la necesidad de una gestión cuidadosa y respetuosa. En la administración eclesiástica, la calidad y la responsabilidad son esenciales para reflejar la integridad del mensaje cristiano. La manera en que administramos los recursos, planificamos las actividades y atendemos a los fieles debe estar impregnada de los mismos principios de excelencia y dedicación que se esperan en cualquier otro ámbito profesional.
Es vital que nosotros, como Iglesia, al igual que una empresa u organización comprometida con una misión noble, busquemos continuamente la mejora y la excelencia en nuestra labor. Esta no es una cuestión de lucro, sino de compromiso y fidelidad a la misión divina que se nos ha confiado. La Iglesia debe ser un río de agua viva en un mundo seco que demanda autenticidad y profesionalidad en todos los aspectos de la vida. Por eso, aunque no somos una empresa en el sentido comercial, tenemos el deber de operar con un nivel de eficacia y responsabilidad que refleje la seriedad y el amor con que ejercemos nuestra labor. Como dice San Pablo en su carta a los Colosenses, "Lo que tengáis que hacer, hacedlo de corazón, como sirviendo al Señor y no a hombres" (Colosenses 3, 23).
Sabemos que, a nivel práctico, la Iglesia enfrenta desafíos que requieren una organización y administración meticulosas. Desde la gestión de las finanzas, la planificación de celebraciones, eventos y programas comunitarios, hasta la formación de nuestros agentes de pastoral y la atención a las necesidades sociales, cada aspecto de nuestro funcionamiento debe ser manejado con la misma seriedad que una empresa maneja sus operaciones. Esto no significa que seamos una empresa en términos de lucro, sino que, en nuestro papel de servir y amar a Dios y al prójimo, debemos hacerlo con la mayor eficiencia y eficacia posible.
Debemos recordar que el Espíritu Santo guía y fortalece nuestra labor. La presencia del Espíritu Santo es una fuente constante de inspiración y discernimiento en nuestro camino. Su luz nos ayuda a tomar decisiones sabias y a actuar con amor y justicia en todas nuestras acciones. Es decir, nuestro compromiso con la calidad y la profesionalidad no se limita a nuestras propias fuerzas, sino que está sostenido por la gracia divina que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros.
Por otro lado, como Iglesia, tenemos una responsabilidad social y espiritual que exige un compromiso excepcional con la calidad y la ética. Los recursos que recibimos, ya sean donativos, tiempo de agentes de pastoral o apoyo comunitario, deben ser utilizados de manera que maximicen el impacto positivo en la vida de las personas. La transparencia en la administración, la rendición de cuentas y el respeto hacia nuestros prójimos y colaboradores son aspectos cruciales para mantener la confianza y la integridad de nuestra misión eclesial. Recordemos las palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas: "A quien mucho se le dio, mucho se le pedirá; a quien mucho se le confió, mucho más se le exigirá" (Lucas 12, 48).
La exigencia de calidad y profesionalidad no debe ser vista como una contradicción con la gratuidad y el amor cristiano, sino como una extensión de ellos. La gratuidad no implica desorganización ni falta de cuidado; por el contrario, debería llevarnos a una dedicación aún mayor en la manera en que realizamos nuestro trabajo. Hacer las cosas con amor y dedicación significa hacerlo con excelencia, pues cada acción, cada recurso y cada esfuerzo están destinados a reflejar el amor y la verdad de Dios.
El desafío de ser una “Iglesia eficaz” en un mundo complejo no solo implica la administración interna, sino también la capacidad de responder con agilidad y sensibilidad a las necesidades cambiantes de la sociedad. La Iglesia debe ser un agente de cambio positivo, capaz de adaptarse y responder a las realidades del tiempo presente con la misma habilidad que cualquier entidad profesional. Como dice en el libro de Proverbios, "Los planes del diligente traen ganancia, los del precipitado traen indigencia" (Proverbios 21, 5).
A veces, escuchar “es que la Iglesia no es una empresa” puede parecer una justificación innecesaria. En lugar de ver esto como un impedimento, deberíamos reconocer la importancia de un manejo eficiente y responsable de los recursos eclesiales. Esto no resta valor a la esencia espiritual de la Iglesia; al contrario, resalta la seriedad con la que asumimos nuestra misión de servir y amar, y demuestra un compromiso sincero con el bienestar de todos aquellos a quienes tocamos. La Iglesia, aunque no es una empresa en términos de lucro, tiene el deber de operar con una responsabilidad y un cuidado que reflejen su amor por Dios y por el prójimo.
Es fundamental reconocer que,
como Iglesia, tenemos un propósito superior y una vocación especial. Llevar el
amor de Dios a todos los rincones del mundo y hacerlo con caridad y calidad es
un desafío constante. Los feligreses, así como aquellos que aún no conocen a
Dios, deben darse cuenta del tesoro que reside en la evangelización. Este
trabajo no solo implica hablar del amor de Cristo, sino vivirlo y demostrarlo
en cada acción. Este esfuerzo no es fácil y requiere un plus añadido al de cualquier empresa, porque trabajamos con
almas y corazones, no solo con cosas. Como dice San Pablo en su carta a los
Romanos: "No tengáis deudas con nadie, si no es la del amor mutuo. Pues el
que ama al prójimo tiene cumplida la ley" (Romanos 13, 8). Así, la Iglesia es más que una institución; es
una manifestación viva del amor de Dios en acción.
@pasbiopal
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