Últimamente me han definido de una manera que me ha herido, y eso me ha llevado a cuestionarme mi autoconcepto. Vivimos rodeados de opiniones, etiquetas y expectativas. Desde que nacemos, la mirada de los demás va moldeando la imagen que tenemos de nosotros mismos. A veces, nos reconocemos en ese reflejo; otras, nos sentimos ajenos a él. Nos preguntamos si somos lo que los demás dicen, lo que proyectamos, lo que hacemos… Pero, ¿es esa nuestra verdad más profunda?
Para descubrirnos de
verdad, hay una pregunta que puede cambiarlo todo: ¿Quién dice Dios que soy? Su mirada es la única que nos ve con
absoluta claridad, sin distorsiones ni condiciones. En ella encontramos la respuesta que da sentido a nuestra identidad.
La construcción del
autoconcepto: una mirada desde la fe
Hay momentos en la
vida en los que sentimos la necesidad de hacer silencio y preguntarnos: "¿Quién soy realmente?" No quién
dicen los demás que somos, ni la imagen que proyectamos, sino lo que en lo más
profundo de nuestro ser sabemos que somos. Y, sin embargo, no siempre es fácil responder.
Desde que nacemos,
nuestra identidad se va moldeando a través de la mirada de los demás: familia,
amigos, la sociedad entera nos devuelven una imagen de quienes creen que somos,
han construido una imagen de nosotros filtrada
por su propia historia, sus expectativas y sus heridas. Nos miramos en los
ojos de nuestros padres, de nuestros amigos, de la sociedad, y en ese reflejo
vamos construyendo una imagen de nosotros mismos. Pero esa imagen no siempre es fiel. A veces nos ven más fuertes de
lo que realmente nos sentimos; otras, nos subestiman sin quererlo. Nos
encasillan en roles que nos quedan grandes o pequeños, que nos oprimen o nos
distancian de nuestra esencia. Y lo
mismo hacemos nosotros con los demás.
Vivimos en un juego de espejos, en el que la imagen que nos devuelven puede
estar distorsionada. ¿Quién soy realmente? ¿Soy lo que los demás esperan de mí
o lo que Dios ha soñado para mí? La tensión entre lo
que somos y lo que los demás esperan que seamos puede llevarnos a vivir desde
la inautenticidad, atrapados en una versión de nosotros mismos que no nos
pertenece del todo.
Como señalaron Mead y
Cooley con su concepto del espejo social, construimos nuestra identidad según
la imagen que creemos que los demás tienen de nosotros. Pero, si nuestra
identidad solo se forma en ese reflejo externo, ¿qué ocurre cuando los demás no
nos ven con claridad? ¿Y si hay una
mirada que nos ve tal como somos, sin distorsiones, sin condiciones, sin
juicios?
Cuando dejamos que
otros definan nuestro valor
Nos ocurre con más
frecuencia de la que quisiéramos: nos
medimos según la validación externa. Si nos elogian, nos sentimos valiosos;
si nos critican, dudamos de nosotros mismos. Sin darnos cuenta, vivimos
pendientes de la aprobación ajena, midiendo nuestra dignidad según la
aceptación o el rechazo de los demás. Esta dependencia nos hace frágiles,
porque nos pone en manos de un mundo cambiante e inconstante. Hoy podemos ser
admirados y mañana olvidados. Hoy aplaudidos, mañana señalados. ¿Y entonces
qué?
Es frecuente que nos
adaptemos para encajar, para evitar la crítica o para recibir reconocimiento.
Pero esta búsqueda constante de aprobación externa nos aleja de la posibilidad
de encontrarnos con nosotros mismos en nuestra autenticidad.
Carl Rogers hablaba de
la autoaceptación incondicional como clave para una identidad sana. Sin
embargo, en la vida real no siempre nos resulta sencillo aceptarnos sin
condiciones. Nos pesa el juicio ajeno, nos condicionan las expectativas, nos persigue
el temor a no ser suficientes. Y así, terminamos viviendo desde una identidad
frágil, en la que nuestro valor depende de lo que el mundo nos devuelva.
Pero hay una mirada que nos ha aceptado desde
siempre. Una mirada que nos ha amado antes de que pudiéramos hacer algo
para merecerlo. Que nos da nuestro valor, no porque seamos perfectos, sino
porque somos suyos. Dios no nos mira con los ojos cambiantes del mundo. Nos
mira con amor eterno. Y en esa mirada está nuestra verdad.
Una identidad
enraizada en la mirada de Dios
Antes de que nadie
tuviera una opinión sobre nosotros, Dios ya nos había pensado, amado y llamado
por nuestro nombre. Antes de que el mundo nos definiera, Él ya sabía quiénes
éramos. Y si queremos vivir con
autenticidad, es a su mirada a la que debemos volver una y otra vez.
¿Quién dice Dios que soy? ¿Qué verdad hay en mi corazón más allá de los
aplausos o las críticas?
"Tú eres precioso
a mis ojos, y yo te amo" (Is 43, 4).
Esa es la verdad más
profunda de nuestro ser. No somos el éxito que alcanzamos, ni el fracaso que
nos pesa, ni la opinión que los demás tienen de nosotros. Somos lo que somos en
Dios, y eso basta. Somos amados, sin condiciones, sin negociaciones, sin
pruebas que superar.
El problema es que
muchas veces nos dejamos definir por los demás. Si nos elogian, creemos que valemos.
Si nos critican, dudamos de nuestro propio ser. Vivimos pendientes de encajar,
de agradar, de no decepcionar. Y en esa búsqueda, poco a poco, podemos
alejarnos de nosotros mismos, moldeándonos según las expectativas ajenas,
olvidando que nuestra dignidad no depende de lo que piensen de nosotros, sino
de lo que somos ante Dios: hijos amados, únicos e irrepetibles.
La relación con Dios
nos ofrece una certeza inquebrantable: somos
amados sin condiciones, tenemos un propósito, y nuestro valor no depende de
logros ni fracasos, sino de la verdad de ser hijos de Dios. Cuando todo lo
demás se tambalea, la fe nos devuelve estabilidad. Si en nuestra vida diaria
nos sentimos atrapados por la mirada ajena o por el peso de las expectativas,
la fe nos devuelve la libertad de ser quienes realmente somos. No tenemos que
ganarnos nuestro valor, porque ya lo tenemos. No necesitamos demostrar nada,
porque ya somos amados. Y descansar en esta certeza nos permite caminar con
confianza.
Vivir desde la
libertad de los hijos de Dios
Descansar en esta
verdad nos libera. Nos permite escuchar
críticas sin que nos destruyan y recibir elogios sin que nos esclavicen.
Nos da la seguridad de caminar por la vida con paz, sin miedo a perder lo que
en realidad nunca se pierde: nuestra dignidad de hijos de Dios.
Se nos dice que la
autorrealización es la cima del desarrollo humano, pero la fe nos lleva un paso
más allá: la verdadera plenitud no está
en descubrirnos a nosotros mismos, sino en dejarnos descubrir por Dios.
Nuestra identidad no se sostiene solo en la percepción que tenemos de nosotros
mismos, ni en la que tienen los demás. Nuestra identidad está enraizada en un
amor que nos trasciende.
"Antes de haberte formado en el seno
materno, te conocía" (Jer 1, 5).
Cuando vivimos con la
certeza de ser amados, dejamos de depender de las expectativas externas y nos
abrimos a una vida más auténtica. La fe nos da un suelo firme cuando todo lo
demás es inestable, nos recuerda que nuestra dignidad es inmutable y que no
necesitamos máscaras ni estrategias para ser valiosos.
El autoconcepto no es
un capricho ni un ejercicio de autoestima vacía; es la raíz desde la que
crecemos y damos fruto. Si no tenemos claro quiénes somos, si no hemos hecho
ese viaje interior con sinceridad y valentía, viviremos a merced del viento, de
las opiniones cambiantes, de las circunstancias externas. Pero si nos aferramos
a la verdad profunda de nuestra identidad, seremos libres. No una libertad
arrogante, sino la libertad humilde de quien sabe que su valor no se negocia ni
se pierde con los vaivenes de la vida.
Hoy es un buen día para mirarnos con los ojos de Dios y hacernos la única pregunta que importa: "Señor, ¿quién dices que soy?"
Porque solo en esa
respuesta está la paz verdadera. La que no depende de lo que los demás piensen.
La que no se tambalea con los fracasos ni se engrandece con los aplausos. La
que nos permite vivir con alegría, seguridad y una entrega auténtica, en
fidelidad a lo que realmente somos.
@pasbiopal
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