En la vida eclesial, todos
somos llamados a ser parte de un cuerpo vivo, donde cada miembro tiene una
misión única e irrepetible. Como dice San Pablo en la primera carta a los
Corintios: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de
servicios, pero un mismo Señor; diversidad de actividades, pero un mismo Dios,
que obra todo en todos” (1Cor 12, 4-6). Estas palabras siempre me han hecho
reflexionar sobre el profundo sentido de unidad en la diversidad que Dios nos
regala. Sin embargo, vivir esto no siempre es sencillo.
A lo largo de mi
experiencia en la Iglesia, he aprendido que una de las claves para construir
comunidad es saber discernir y respetar los roles que cada uno tiene. No
es tarea fácil, porque a veces los límites no son claros, o porque el
entusiasmo de querer ayudar puede llevarnos a ocupar espacios que no nos
corresponden. Pero, cuando logramos encontrar nuestro lugar y respetar el de
los demás, sucede algo maravilloso: cada uno puede dar lo mejor de sí, y el
cuerpo eclesial funciona en armonía, como el Cuerpo de Cristo que somos.
Es importante recordar
que los roles no son jerarquías de poder, sino servicios que nos han sido
confiados por Dios para el bien común. A veces podemos caer en la tentación de
pensar que algunos roles son “más importantes” que otros, pero eso no es
verdad. Jesús mismo nos enseñó que la grandeza está en el servicio: “El que
quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor” (Mt 20, 27).
No importa si el servicio que realizamos es visible o discreto, si lideramos un
equipo o colaboramos en tareas pequeñas; todo tiene valor cuando se hace con
amor y para la gloria de Dios.
Sin embargo, esta
diversidad de dones requiere algo fundamental: comunicación y respeto mutuo.
He visto cómo, en ocasiones, la falta de claridad sobre los roles o la falta de
diálogo puede generar tensiones, incomprensiones o incluso desánimo. Por eso,
creo firmemente que necesitamos espacios de encuentro donde podamos hablar con
franqueza y desde el respeto, dejando a un lado el miedo a ser malinterpretados
y herir susceptibilidades. Si tenemos dudas o malentendidos, el camino es el
diálogo sincero y no el silencio ni el juicio, con la mirada puesta en Cristo,
que siempre une y nunca divide.
En mi oración, a menudo
le pido al Señor que me ayude a vivir mi misión con humildad y discernimiento,
para no ocupar un lugar que no me corresponde, pero también para no callar
cuando siento que algo necesita ser dicho. Creo que la clave está en recordar
que nuestro servicio no es nuestro, sino de Dios. Él nos ha dado los dones que
tenemos, y nos llama a ponerlos al servicio de la comunidad, confiando en que
lo que hacemos, aunque sea pequeño, tiene un impacto eterno.
Pidámosle al Espíritu
Santo que nos dé la sabiduría para discernir, la humildad para escuchar y el
amor para construir, juntos, una Iglesia viva donde todos nos sintamos
reconocidos y llamados a servir.
Porque, al final, no se trata de quién hace qué, sino de quiénes somos en Cristo y de cómo, unidos a Él, podemos ser verdaderamente luz para el mundo. Que nuestra meta sea siempre construir puentes y nunca muros.
@pasbiopal
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