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Cuando el alma siente demasiado, pero no quiere dejar de hacerlo

 


A veces, nos sentimos desubicados, como si camináramos a un ritmo distinto al del mundo que nos rodea. Mientras todo parece avanzar con prisa, nosotros necesitamos detenernos, saborear, contemplar. Mientras otros pasan por alto los detalles, nosotros los absorbemos con intensidad, dejando que nos habiten, que nos transformen. Parece que el resto del mundo grita cuando necesitamos silencio, que celebra lo superficial cuando lo nuestro es la hondura. En ocasiones, el peso de sentir tanto, de captar lo que otros pasan por alto, se convierte en un fardo que llevamos en el alma, sin saber muy bien dónde descargarlo. Y, sin embargo, aunque a veces pesa, sabemos que renunciar a esta forma de mirar la vida sería renunciar a una parte esencial de nosotros mismos.

Tener una sensibilidad profunda es una forma de estar en la vida que nos permite ver la belleza en lo pequeño, encontrar sentido en los detalles, leer lo que no se dice con palabras. Pero también nos enfrenta a un dolor que a menudo queda escondido, disfrazado de "exageración", de "dramatismo", de "por qué te tomas todo tan a pecho". No siempre se entiende que la misma capacidad de asombrarnos ante la hermosura de lo sencillo es la que nos hace más vulnerables a la dureza de la indiferencia.

No es fácil vivir en un mundo que no siempre comprende la delicadeza de una mirada profunda, la herida que deja un comentario hiriente o una “etiqueta”, la carga que supone una broma pesada que los demás olvidan al instante, pero que en algunos deja una marca profunda, como una herida que tarda en cerrarse. No es fácil cuando se necesita descanso, pero la vida sigue su curso sin hacer pausas; cuando se anhela tranquilidad, pero la sociedad empuja a un ruido ensordecedor. No es fácil cuando el propio sentir parece un idioma que pocos hablan y muchos cuestionan.

Nos han dicho muchas veces que "tenemos que cambiar", que "no podemos tomarnos todo tan en serio", que "hay que ser más fuertes". Pero, ¿y si la fortaleza no está en endurecernos, sino en mantener la ternura? ¿Y si la respuesta no es ser menos sensibles, sino abrazar esa sensibilidad con el amor con el que Dios nos la ha regalado? Quizás la verdadera fortaleza sea resistir la tentación de volvernos indiferentes, de apagar la luz que llevamos dentro solo porque el mundo no siempre sabe qué hacer con ella.

Vivir con sensibilidad no es una debilidad, aunque el mundo nos lo haga creer. Es una capacidad de mirar con los ojos del alma, de percibir la fragilidad ajena y cuidar de ella con delicadeza. Es una forma de vivir que nos permite ser refugio, consuelo, abrazo. Y, lógicamente, para poder serlo, primero necesitamos aprender a ser refugio para nosotros mismos, a cuidar de nuestras propias heridas, a darnos el permiso de retirarnos cuando el mundo pesa demasiado. Porque solo quien ha sabido abrazarse a sí mismo podrá abrazar verdaderamente a los demás.

Jesús mismo fue sensible hasta el extremo. Se conmovía ante el sufrimiento, lloraba con quienes lloraban, se retiraba a la soledad cuando la multitud le agotaba. Su sensibilidad no lo debilitó, sino que lo hizo más humano, más cercano, más lleno de amor. No tuvo miedo de sentir ni de mostrarse vulnerable, porque sabía que en la ternura está la verdadera fuerza.

Puede ser que vivir con tanta sensibilidad en un mundo que no siempre lo entiende sea un desafío, y, sin embargo, también sea una vocación. Una llamada a vivir con autenticidad, a no perder la verdad de lo que somos, a llevar claridad donde otros no ven, a ser presencia viva y cálida en medio de un mundo que a veces se vuelve frío. A ser quienes, con su forma de ser y estar en el mundo, ofrezcan claridad sin imponer, acompañen sin invadir y sostengan sin pedir nada a cambio. A ser manos abiertas que sanan sin hacer ruido, mirada atenta que percibe lo que otros no ven, compañía silenciosa que reconforta sin necesidad de palabras.

Considero que, en el fondo, todos llevamos algo de esta sensibilidad, aunque unos la escondan y otros la vivan a flor de piel. Cuidémonos. Y no olvidemos nunca que nuestra forma de ser es un don, aunque a veces duela. Porque amar también duele. Pero no hay mayor vocación que esa.

@pasbiopal


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