La perfección es una llamada, una invitación, una forma de amar y no necesariamente una carga. Parafraseando a Juan Ciudad, es el profundo deseo de ‘hacer bien el bien’, es decir, de dar lo mejor de uno mismo, de entregarse sin reservas en cada detalle, en cada gesto, en cada obra. Y si lo pensamos, es el impulso que ha llevado al ser humano a las cumbres del arte, la ciencia, la música, el deporte, la espiritualidad.
¿Acaso la belleza no es perfección? ¿Acaso las grandes obras maestras no
son el fruto de un alma que se ha dejado consumir por la pasión de hacer algo excelente?
¿Acaso la música no alcanza su esplendor en la precisión con la que cada nota
encuentra su lugar? ¿Acaso la arquitectura no se convierte en un puente entre
el cielo y la tierra cuando cada línea, cada medida, cada cálculo es exacto?
Es amor en su máxima expresión, por tanto, no necesariamente está relacionado con frialdad ni con obsesión. Es la plenitud del ser cuando se ofrece entero. Es el corazón que, sintiéndose llamado a más, no se conforma con menos. No se trata de ser impecables para ser amados, sino de amar con tal intensidad que todo en nuestra vida refleje la Belleza que nos habita.
El perfeccionismo bien entendido es plenitud.
El perfeccionismo bien entendido es un don y no un defecto como nos hacen
creer. Es el impulso interior que nos empuja a caminar hacia la perfección, no
desde la exigencia, sino desde la confianza. La perfección es la plenitud del
amor; el perfeccionismo bien orientado es la forma de buscarla con
autenticidad. Es el reflejo de un alma que busca la excelencia no para la
vanagloria, sino porque sabe que en lo bien hecho hay algo sagrado. Es la
certeza de que la vida no se mide en términos de "suficiente", sino
de entrega total.
El arte más sublime es perfección. El deporte más admirable es perfección.
La santidad más auténtica es perfección. Por tanto, la perfección no es una
carga, es el anhelo de que todo lo que hacemos sea una ofrenda digna de Aquel
que nos ha dado el don de crear, de construir, de modelar nuestra existencia
con belleza y sentido.
Quien ama, busca la perfección. Quien compone una sinfonía no deja notas al
azar. Quien pinta un cuadro no descuida los trazos. Quien construye una
catedral no permite que los cimientos sean débiles. Quien ama no ama a medias,
no dice "esto vale así", no se conforma con un "está bien".
Quien ama, da lo mejor, y dar lo mejor es buscar la perfección.
Pero no todo el
perfeccionismo es sano. Hay un perfeccionismo que esclaviza, que nos encierra
en el miedo al error, que nos hace sentir que nunca somos suficientes. No es el
deseo de hacer bien las cosas lo que daña, sino la creencia de que nuestro
valor depende de ello. La verdadera perfección no nace del esfuerzo obsesivo,
sino de la entrega confiada a la gracia.
El psicólogo Paul
Hewitt, junto a Gordon Flett, definió lo que llamaron perfeccionismo
positivo o adaptativo. En sus investigaciones, demostraron que el
perfeccionismo bien entendido es un motor para la creatividad, el desarrollo
personal y la plenitud. Cuando nace el deseo genuino de dar lo mejor de uno
mismo, lejos de ser una carga, se convierte en una fuente de sentido. Es más,
estudios recientes han mostrado que quienes viven el perfeccionismo de manera
adaptativa experimentan mayor satisfacción con la vida, mayor afecto positivo,
más disfrute en sus actividades y una mejor experiencia en el ámbito académico en
comparación con quienes no son perfeccionistas (Gaudreau, 2019).
Es ese impulso
que hace que un artista pase noches enteras perfeccionando su obra, que un
deportista entrene sin descanso hasta alcanzar la excelencia, que un científico
refine su teoría hasta encontrar la verdad.
El perfeccionismo que plenifica no es el que busca impresionar, sino el que busca honrar la belleza, la verdad y el amor con cada esfuerzo, con cada detalle, con cada entrega. Digamos que, cuando el perfeccionismo se convierte en una exigencia inhumana, en un peso que agota y paraliza, entonces, ha perdido su verdadero sentido.
La perfección es el camino de Dios.
Dios es perfección, y todo lo que proviene de Él lleva su huella. La
Creación es perfecta en su armonía, en su orden, en su belleza. Cada detalle de
la naturaleza, cada célula del cuerpo humano, cada estrella en el universo nos
habla de un Creador que no hace las cosas a medias, que no improvisa, que no
acepta la mediocridad.
Por eso, cuando Jesús dice "Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), no
nos está imponiendo una carga, nos está revelando nuestra vocación más
profunda. Ser perfectos no significa no equivocarnos, significa ser plenamente
lo que Dios ha soñado para nosotros.
Viktor Frankl, psiquiatra y fundador de la logoterapia, afirmaba que el
hombre solo se realiza cuando encuentra un sentido que lo trasciende. La
perfección es ese sentido, esa meta que nos saca de la inercia, que nos hace
desplegar nuestras alas y alcanzar lo más alto de lo que somos capaces.
Santa Teresa de Jesús lo expresa con claridad: "Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de
Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos
mandamientos, seremos más perfectas".
El perfeccionismo no es esclavitud, es libertad. La libertad de quien no se conforma con la mediocridad. La libertad de quien quiere que su vida sea una obra de arte. La libertad de quien no busca lo fácil, sino lo verdadero. Por eso, el perfeccionismo que esclaviza no viene de Dios, pero el deseo de hacer bien las cosas por amor sí.
El problema no es el perfeccionismo, sino la distorsión del perfeccionismo.
Albert Ellis, en
su teoría del pensamiento racional-emotivo, advertía que el problema no es la
búsqueda de la perfección, sino la creencia irracional de que debemos ser
perfectos para ser valiosos. Por tanto, lo que genera sufrimiento no es el deseo de hacer las
cosas bien, sino la idea equivocada de que nuestro valor depende de ello.
Me atrevería a decir:
- Sufre quien ha creído que la perfección es una exigencia externa, cuando en realidad es un anhelo interno.
- Sufre quien ha confundido la perfección con la aprobación de los demás, cuando en realidad es una danza entre el alma y Dios.
- Sufre quien busca la perfección para evitar el error, cuando en realidad la perfección abraza los errores como parte del camino.
Carl Rogers, uno de los grandes referentes de la psicología humanista,
afirmaba: "La paradoja curiosa es
que cuando me acepto tal como soy, entonces puedo cambiar".
Aceptar la propia humanidad no significa renunciar a la perfección, sino
comprender que la perfección no es un punto de llegada, sino el horizonte que
da sentido a nuestro caminar. Y el perfeccionismo, cuando nace del amor y no
del miedo, es el impulso que nos permite recorrer ese camino con belleza, sin
sentirnos nunca esclavos de nuestros propios pasos.
San Pablo lo expresa con poderosas palabras: "Te basta mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la
debilidad" (2 Co 12, 9).
Dios no nos llama a una perfección inhumana, sino a una perfección llena de amor, de entrega, de sentido. No nos pide que lo hagamos todo bien, nos pide que lo hagamos todo con el corazón encendido de amor.
El perfeccionismo es una ofrenda de amor, cuando nace de la confianza.
Aunque suene paradójico, ser perfeccionista no es una carga, es un regalo.
Es el regalo de quienes buscan la belleza en cada detalle. Es la vocación de
quienes no hacen las cosas a medias. Es el fuego que arde en el alma de quien
sabe que su vida es un lienzo y quiere pintarlo con los colores más hermosos.
Desde aquí no es un atrevimiento decir que el mundo necesita
perfeccionistas. Necesita almas que busquen la belleza con pasión, desde
la plenitud de la entrega. Necesita
artistas que no se conformen con lo fácil. Necesita médicos que no digan
"esto vale así". Necesitan sacerdotes que celebren la Eucaristía con
la reverencia de quien sabe que está tocando el Cielo. Necesita arquitectos que
levanten edificios que duren siglos. Necesita almas que no busquen el mínimo
esfuerzo, sino la mayor entrega. Pero, sobre todo,
necesita personas
que amen sin miedo, que vivan con plenitud y que sepan que, incluso en su
fragilidad, son profundamente amadas.
Jesús nos dice hoy: "Venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt
11,28). No nos llama a la mediocridad, pero tampoco a la angustia. Nos
llama a la libertad de quien sabe que su vida es una ofrenda, no una prueba. No
nos dice "conformaros con lo mínimo", sino "dejad que os
llevemos a la cima".
Que nuestra meta sea la perfección del amor. Que nuestra vida no sea un
intento de hacer lo justo, sino una obra de arte para Dios. Que cada acto, cada
palabra, cada esfuerzo, sea un reflejo de Aquel que nos ha dado la capacidad de
crear belleza con nuestra existencia.
Que nuestra vida no sea un intento desesperado por ser perfectos, sino una
ofrenda confiada en manos del Padre. Porque ahí, en esa entrega total, está la
verdadera libertad. Y ahí, en esa libertad, está la verdadera perfección.
@pasbiopal
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