Se repite con frecuencia que el camino de la humildad pasa por la
humillación, pero cuanto más lo escucho, más me doy cuenta de que algo en esa
frase chirría; porque ni la experiencia humana ni el corazón del Evangelio
parecen sostener algo así. Aunque humildad y humillación compartan una misma
raíz —humus, tierra—, no brotan del mismo lugar ni producen el mismo
fruto.
La humildad nace desde dentro. Es fruto de un largo trabajo interior, de una
mirada que se ha vuelto verdadera, de una presencia que ya no necesita inflarse
ni esconderse. Es un estado en el que uno ya no lucha por aparentar lo que no
es, ni se avergüenza de sus límites, ni necesita ocupar el centro para sentirse
valioso. Humildad es habitar la propia medida, con paz. Saber que no se es más
que nadie, pero tampoco menos. No hace daño, no aplasta, no impone. Es una
forma de estar que aligera el alma.
La humillación, en cambio, entra desde fuera. Llega como gesto que rebaja,
palabra que silencia, mirada que reduce. Puede ser explícita o disfrazada, pero
cuando irrumpe sin encontrar dentro un suelo firme y habitado, desestructura.
Lo que no se integra, lo que no se acoge desde la verdad interior, se convierte
fácilmente en violencia. Porque una cosa es que yo quiera arrodillarme,
y otra muy distinta es que otro me obligue a arrodillarme. Aunque la
postura externa sea la misma, lo que lo sostiene por dentro marca la diferencia
entre la libertad y la humillación, entre la entrega y el sometimiento.
Hay personas que han logrado convertir algunas experiencias humillantes en
ocasión de crecimiento. Pero no fue la herida la que enseñó, sino la gracia que
ya obraba dentro. No fue la rebaja lo que generó virtud, sino la capacidad de
sostenerse sin romperse del todo. Que algo se haya transformado en bien no
significa que fuese bueno desde el principio. Y eso es importante. Porque
romantizar la humillación, espiritualizarla o justificarla como pedagogía puede
abrir la puerta a formas sutiles de abuso, de sometimiento, de destrucción de
lo humano.
Cuando se recurre a Jesús para sostener esta idea, también conviene ser
precisos. Filipenses no dice que Cristo necesitara ser humillado. Dice que se
despojó, que asumió libremente una entrega que brotaba del amor. Su abajamiento
fue un acto consciente, no una pérdida de dignidad. Nadie lo empujó hacia abajo
para enseñarle humildad. Él eligió el camino de hacerse siervo, no por
necesidad de rebajarse, sino porque quiso habitar hasta el fondo nuestra
pequeñez, sin dejar de ser Hijo. Su gesto no fue pasividad, fue decisión.
Y más aún: Jesús jamás humilló a nadie para educarlo. Tocó
con ternura a quienes otros evitaban, sostuvo con palabra a quienes ya no
contaban, devolvió lugar a quienes habían sido barridos al margen. Su pedagogía
no se basó en la vergüenza ni en la herida, sino en el encuentro. Nunca usó la
humillación como camino. Nunca enseñó rebajando. Su modo de elevar consistía en
mirar a las personas tal como eran y devolverles su rostro.
Por eso, cuando se afirma que ser humilde implica dejarse humillar, algo en
mí se resiste. He visto cómo se ha pedido a personas que soporten
humillaciones como si eso las hiciera mejores. Que acepten apagarse como si eso
fuera santidad. Y eso no tiene raíz en el Evangelio. Jesús nunca enseñó así.
La humildad no exige heridas impuestas. Nace cuando el alma se descubre
habitada, sostenida, mirada con ternura. Cuando ya no se siente urgida a
justificarse ni a defenderse. Cuando sabe que no necesita disfrazarse para
merecer. Eso no se aprende con castigos ni desprecios. Se aprende cuando la
verdad y el amor se encuentran y ya no compiten.
@pasbiopal
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