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En clave de #hospitalidad: Reflexión para Todos los Santos


1ª lectura:      Apocalipsis 7,2-4.9-14
«Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua»
Salmo:            «Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor»
2ª lectura:     1 Juan 3,1-3
«Veremos a Dios tal cual es»
Evangelio:     Mateo 5,1-12a
«Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo»
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron los discípulos; y él se puso a hablar, enseñándolos: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos lo que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.»

*      Reflexión
¡Cómo nos cuesta esto de las bienaventuranzas! Más que nada porque parece que es hablar de algo que no tiene mucha lógica, pero ¿quién nos ha dicho que el amor de Dios sea algo de lógica? Su amor es amor misericordioso, que está dispuesto a darlo al pobre, al que sufre, a los que sufren la injusticia; pero también a los que están dispuestos a darlo todo por Él: lo limpios de corazón, los que trabajan por la paz,…; al final todo el que viva desde una actitud de entrega, le toque vivirlo en las tristezas de esta vida o en las alegrías, tendrá una recompensa grande en el cielo. Lo importante es nuestra actitud, una actitud de acogida, de #hospitalidad.

Material Todos los Santos

Comenzamos el mes de noviembre con dos grandes celebraciones cristianas: el día 1 de noviembre, la fiesta de Todos los Santos y el día 2 de noviembre, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.
Desde hace más de un milenio -a partir del siglo IX-, la Iglesia Católica celebra el 1 de noviembre la solemnidad litúrgica de Todos los Santos, día de precepto.
En ese mismo contexto celebrativo y temporal, los monjes benedictinos de la célebre abadía de Cluny, comenzaron también a celebrar al día siguiente -2 de noviembre- la conmemoración de los fieles difuntos, que pronto se extendió por toda la Iglesia y en el siglo XIV tenía también lugar en Roma.
Ambas están unidas por el denominador común de la vida eterna después de la vida terrena. Ambas han sido y siguen siendo muy populares hasta el que punto que el mes de noviembre es el mes de las ánimas, tiempo propicio, pues, para rezar por los difuntos y para reflexionar sobre la llamada doctrina de la Iglesia de los “Novísimos” o Escatología, que no es sino el dogma cristiano de la resurrección de los muertos y la respuesta al sentido de la vida y de la muerte.
La solemnidad de Todos los Santos es ocasión preciosa para contemplar la dimensión de la eternidad y de la santidad. La santidad es la vocación originaria de todo bautizado. Por esta razón, todos los miembros del pueblo de Dios están llamados a ser santos. Se nos invita a mirar a la Iglesia como Cristo la ha querido, como comunión de los santos. Con esta fiesta veneramos a esta innumerable comunidad de santos, muchos canonizados pero otros anónimos, los cuales, a través de sus diferentes vidas, nos indican diversos caminos de santidad unidos por un único denominador: seguir a Cristo y configurarse con él y su evangelio. Todos los estados de vida pueden llegar a ser, con la acción de la gracia, con el esfuerzo y la perseverancia de cada uno, caminos de santificación. La Conmemoración de los Fieles Difuntos, fiesta que celebramos este domingo, ayuda a recordar a nuestros seres queridos que nos han dejado. También a todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida. Desde los primeros tiempos de la fe cristiana, la Iglesia cultivó con gran piedad la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios por ellos. Y es que nuestra oración por los muertos es no sólo útil, sino también necesaria.
Detengámonos, pues, en nuestras fiestas cristianas
El 1º de noviembre, fiesta de Todos los Santos, en que nos alegramos no sólo con los beatos y los santos canonizados por la Iglesia en un acto oficial y público, sino que incluimos a todos aquellos que ya gozan de la plena redención de Jesucristo y así participan en la gloria de Dios. Entre ellos hay familiares, amigos, conocidos o no conocidos, por ejemplo aquellos y aquellas cuyo testimonio de vida nos ha llevado hacia Dios. Los santos son nuestros intercesores ante Dios y nos motivan para asumir también nosotros el anhelo de santidad, de modo que participemos un día en esa gloria de Dios, que ha de ser la meta máxima de nuestra vida.
Nos enseña san Juan: “Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Por eso celebramos con gozo esta fiesta de Todos los Santos, uniéndonos a ellos para alabar a Dios y renovar la esperanza de gozar un día con ellos y como ellos la visión eterna de Dios.
Al día siguiente, el 2 de noviembre, nos unimos en oración por todos los fieles difuntos: familiares, amigos y todos aquellos y aquellas que han muerto en el mundo entero y que no nos consta si se han salvado o no (sólo Dios lo sabe), pero acudiendo a la misericordia divina, le pedimos al Señor que si ellos, al morir, se han unido a la muerte de Cristo, ahora se unan para siempre a su Resurrección. Es normal que nos duela la muerte de los seres queridos, especialmente si ha sido reciente, pero los seguimos entregando y encomendando al Dios misericordioso, pidiéndole que ellos gocen ahora de su presencia.
Al celebrar a todos los difuntos, también ofrecemos a Dios lo que nos queda de vida, para realizarla según Dios, y nos preparamos a nuestra propia muerte, sabiendo que al final de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor, no sólo manifestado de palabra o en nuestras devociones sino, sobre todo, en nuestras buenas obras. 

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