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Acompañar en el sufrimiento. De la palabra a la Palabra

 Tema 6. De la palabra a la Palabra

1. Texto bíblico

Lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno: Ef 4,29-32.

Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con que él os ha sellado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.

 

Bendito sea Dios, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo: 2 Cor 1,3-7.

¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo.

De hecho, si pasamos tribulaciones, es para vuestro consuelo y salvación; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que os da la capacidad de aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que, si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo.

 

2. Reflexión pastoral

Palabra y acompañamiento

El acompañamiento en el sufrimiento requiere de la escucha activa y empática, que ha de llevarnos a comprender el sufrimiento del prójimo, y a hacernos copartícipes del mismo mediante la com-pasión que nace del amor de Dios. El silencio, con su elocuencia, también es muy importante para acercarnos al hombre que sufre. Todos necesitamos ser profundamente escuchados, comprendidos y amados.

Pero el acompañamiento necesita algo más, requiere de una palabra oportuna que, partiendo de la realidad que vive y siente el que pasa por momentos de angustia y dolor, le llene de lo que tanto necesita: el sentido de su sufrimiento, de cómo afrontarlo, de la esperanza.

Pronunciamos muchas palabras a lo largo de cada día. La mayoría son neutras, indiferentes, pero también hay palabras buenas y malas. Hay palabras que iluminan, otras llevan a la oscuridad; unas dan esperanza, otras la arrebatan; unas dan vida, otras dan muerte.

Palabra buena, constructiva y oportuna

El apóstol Pablo nos exhorta: «Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con que él os ha sellado para el día de la liberación final» (Ef 4, 29-30).

La palabra «buena, constructiva y oportuna», no suele ser fácil de manifestar porque cada persona requiere una palabra distinta, adecuada a sus circunstancias vitales, una palabra que le ayude a vivir en el sufrimiento y que le consuele interiormente, una palabra que le permita luchar contra el desánimo y la desesperanza, una palabra que contribuya a construir su vida aun en esas difíciles condiciones.

Son palabras que surgen de la escucha compasiva del que sufre y del silencio atento, de comprender qué es lo que le ocurre y sus causas, del aprecio y cercanía del que tenemos a nuestro lado.

Las buenas palabras nacen del corazón; de la propia experiencia que tiene el acompañante cuando, a su vez, ha sido acompañado; de la sabiduría que da la experiencia de la vida iluminada por Cristo. Sabiduría que procede del Espíritu Santo y que mueve nuestro corazón para ayudar a nuestros hermanos.

Sólo un corazón de carne, que se conmueve con los sufrimientos del prójimo, es capaz de pronunciar esas palabras. Sólo un corazón compasivo y misericordioso puede llegar a lo más profundo del corazón herido del prójimo. Un corazón que no juzga, sino que siempre perdona. Un corazón como el de Jesús, que arde en llamas de amor vivo por todos nosotros.

Son los sentimientos que el apóstol Pablo siempre nos recomienda: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo» (Ef 4, 31-32).

Ya el libro de los Proverbios insistía en la grandeza de las buenas palabras, del consejo oportuno: «Respuestas adecuadas alegran al hombre, resulta agradable la palabra oportuna» (Prov 15,23); «Manzana de oro con adornos de plata, la palabra dicha a su tiempo. Anillo de oro y collar de oro fino, un sabio consejo a quien sabe escuchar» (Prov 25,11-12).

Si, en un momento dado, no somos capaces de dar esa palabra de aliento, llena de sentido y oportunidad, o no fuera conveniente, recurramos a la gran virtud del silencio. No es imprescindible dar siempre una palabra al que sufre, muchas veces nuestra sola compañía, cariño y afecto es más efectiva y constructiva que una palabra mediocre o intempestiva. Como muy bien dice el libro del Eclesiastés: «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: tiempo de callar, tiempo de hablar» (Ecle 3,1.7).

Palabra consoladora

Nuestros hermanos necesitan una palabra de consolación, pero de verdadero consuelo, no palabras vacías y vanas que ningún bien hacen y a las que estamos tan dados a utilizar. Ni tampoco medias verdades o falsas “mentiras piadosas”. Quien sufre necesita un mensaje de verdad y de vida, de amor y esperanza.

El mismo Pablo, en una impresionante bendición a Dios, proclama, lleno de alegría: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios!» (2 Cor 1,3-4).

Las palabras consoladoras que Dios nos encomienda llevar al que sufre, que salen de nuestro propio corazón herido y consolado, no son sino las que Él mismo pronuncia sobre nosotros. También nosotros hemos sufrido y sufrimos por muchas causas. Tal vez no sean por enfermedades y dolencias –o sí, porque al cabo de los años todos experimentamos la debilidad de nuestro ser humano–. Tal vez no nos produzcan un sufrimiento tan grande como aquél al que queremos poner remedio –o sí, tal vez estamos padeciendo de manera semejante, quién sabe– pero, ciertamente todos nosotros tenemos la experiencia de ser consolados por nuestro Dios.

Nadie puede dar lo que no tiene. No podemos consolar si no somos consolados, si no nos sentimos profundamente confortados en nuestros problemas y tribulaciones. No es necesario, para experimentar la fuerza del consuelo divino, que éste sea idéntico a aquél al que queremos aliviar. Sufrimientos hay muchos, y de muy diverso tipo, consuelo sólo hay verdaderamente uno, el de Dios.

Al acompañar y compartir los sufrimientos del prójimo, al llevar la palabra buena y oportuna, también compartimos el consuelo que Dios derrama sobre sus hijos. Y así, con san Pablo: «Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que, si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo» (2 Cor 1,7), el mismo consuelo que nosotros recibimos de nuestro «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3).

El mensaje consolador del acompañante debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía de su corazón, así como la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases y sus gestos afectuosos. Así se ha de favorecer una comunicación entre corazones que tienda a suscitar la fe, como dijo san Pablo: «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la Palabra de Cristo» (Rm 10,17).

Palabra de Dios

Tengamos siempre presente que la mejor palabra consoladora –que podemos ofrecer al que sufre– es la Palabra de Dios, que siempre es viva y eficaz. Palabra alentadora que el Señor quiere hacer llegar al que sufre, no sólo por medio de la lectura de la Sagrada Escritura, sino también a través del acompañante pastoral, del agente humano al que hace portador de su mensaje salvífico, pues Él despliega su poder a través de la palabra humana.

La palabra de la consolación resuena con fuerza en la Biblia como mandato divino para todos nosotros: «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–, hablad al corazón de Jerusalén» (Is 40,1), como precepto que debe guiar nuestro caminar con nuestros hermanos que sufren. Recordemos que la mejor fuente de estas balsámicas palabras se encuentra en el texto sagrado, pues «las Sagradas Escrituras pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17). Y una de las más excelentes obras buenas es, precisamente, consolar al que sufre.

Palabra y oración

Nuestra labor de acompañamiento puede llevarnos a un momento de oración que recoja tanto el sufrimiento de nuestro hermano como el consuelo divino, como nos recuerda el Papa Francisco en la Evangelii gaudium: «Si parece prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia» (EG 128).

Palabra y Eucaristía

Esta misma Palabra de Dios alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (LG 11), que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, todo consuelo. La Iglesia tiene bien presente que «toda la evangelización está fundada sobre la Palabra de Dios, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Es indispensable que la Palabra de Dios sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial. La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima eficacia» (EG, 174).

 

3. Cuestiones para reflexionar

  1. «Lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno», ¿qué dificultades encontramos para que la palabra con la que acompañamos a los que sufren sea verdaderamente buena, constructiva y oportuna?
  2. ¿Somos conscientes de que con nuestras palabras transmitimos el consuelo con el que consolamos al que sufre, que es el mismo consuelo con el que Dios nos consuela a nosotros?
  3. ¿Nos preocupamos de que la Palabra de Dios sea la guía de nuestras palabras consoladoras, o las reducimos a simples palabras humanas?

 

4. Para orar

De la palabra a la Palabra

¡Oh, buen Jesús!,

pon en mis labios,

palabras llenas de vida,

voces colmadas de ternura,

susurros henchidos de afecto.

 

¡Oh, buen Jesús!,

pon en mis labios,

buenas palabras que consuelen,

que construyan y reparen

los corazones desgarrados.

  

¡Oh, buen Jesús!,

pon en mis labios,

esas palabras oportunas,

pronunciadas en el momento justo,

que tanto bien hacen a quien las oye.

 

¡Oh, buen Jesús!,

pon en mis labios,

tu Palabra consoladora,

llena de sabiduría y ternura,

con la fuerza de tu amor misericordioso.

 

¡Oh, buen Jesús!,

Palabra eterna del Padre,

luz verdadera que iluminas

nuestros sufrimientos y dolores,

nuestras angustias y amarguras.

 

¡Oh, buen Jesús!,

Palabra que te hiciste carne,

ayúdanos a recibirte en la fe

para hacernos hijos de Dios

y contemplemos un día tu gloria.

 

¡Oh, buen Jesús!,

Palabra que nos amas,

llénanos de tu sabiduría,

envíanos a nuestros hermanos que sufren,

haznos mensajeros de tu amor.

Amén.

 

  

Autor: Luis Sánchez Ruiz. Director-Coordinador del SIPS de Levante

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