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Acompañar en el sufrimiento. Escuchar, comprender

Tema 5. Escuchar, comprender



1. Texto bíblico

Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante: Sal 116, 1-15

Amo al Señor, porque escucha

mi voz suplicante,

porque inclina su oído hacia mí

el día que lo invoco.

Me envolvían redes de muerte,

me alcanzaron los lazos del abismo,

caí en tristeza y angustia.

Invoqué el nombre del Señor:

«Señor, salva mi vida».

El Señor es benigno y justo,

nuestro Dios es compasivo;

el Señor guarda a los sencillos:

estando yo sin fuerzas, me salvó.

Alma mía, recobra tu calma,

que el Señor fue bueno contigo:

arrancó mi alma de la muerte,

mis ojos de las lágrimas,

mis pies de la caída.

Caminaré en presencia del Señor

en el país de los vivos.

Tenía fe, aun cuando dije:

«¡Qué desgraciado soy!».

Yo decía en mi apuro:

«Los hombres son unos mentirosos».

¿Cómo pagaré al Señor

todo el bien que me ha hecho?

Alzaré la copa de la salvación,

invocando el nombre del Señor.

Cumpliré al Señor mis votos

en presencia de todo el pueblo.

Mucho le cuesta al Señor

la muerte de sus fieles.

 

2. Reflexión pastoral

Escuchar en silencio

Al acercarnos a la persona que sufre, con ese amor encarnado que es la ternura, necesitamos que nos transmita, que nos haga partícipes de lo que encierra su corazón, de esos problemas, enfermedades o situaciones vitales que le hacen pasar por el oscuro valle del sufrimiento. Para ello, hemos de abrir nuestros oídos, nuestros ojos y nuestro corazón para poder captar su lamento, compartir su sufrimiento.

El libro de Job es elocuente testimonio de estos primeros momentos del acompañamiento: «Tres amigos de Job, al enterarse de las desgracias que le habían sobrevenido, acudieron desde sus respectivos países. Eran Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat, que se pusieron de acuerdo para ir a compartir su pena y consolarlo. Al verlo de lejos y no reconocerlo, rompieron a llorar, se rasgaron el manto y echaron polvo sobre sus cabezas y hacia el cielo. Después se sentaron con él en el suelo y estuvieron siete días con sus noches, pero ninguno le decía nada, viendo lo atroz de su sufrimiento» (Jb 2,11-13).

Los amigos de Job acuden sin ser llamados, para compartir su dolor y sufrimiento. No hay ninguna palabra, sólo silencio. Silencio del que sufre, silencio del que lo acompaña.

El poderoso grito del silencio llega a lo más hondo de nuestro corazón. Los sentimientos más profundos muchas veces no requieren palabras que los expresen, sino un gesto afectuoso que los compartan. Nuestra simple compañía, física y emocional, ya hace un gran bien a quien necesita tenernos a su lado.

Cuando nuestro hermano sufre en silencio, cuando no puede expresar en palabras su lamento, el mejor acompañamiento que le podemos dar, en un primer momento, es, precisamente, respetar su silencio, compartir su silencio.

El silencio es una gran virtud, nunca lo olvidemos, aunque no estemos acostumbrados al mismo. Demasiadas veces lo rehuimos, como si no pudiéramos convivir con él, y preferimos caer en el ruido, impulsados a pronunciar demasiadas palabras que no llevan a ningún sitio.

Cada momento del sufrimiento de nuestro prójimo tiene una respuesta en nuestro acompañamiento. Hemos de respetar los procesos y los tiempos. Como ya dijo el libro del Eclesiastés: «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de destruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de arrojar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar» (Ecle 3,1-7).

 

Escuchar a quien sufre

Tras el silencio, la palabra. La palabra de quien sufre. Él necesita transmitirnos en qué consiste su sufrimiento, qué es lo que le aqueja y llena su corazón de dolor y amargura. Necesita comunicarnos sus angustias, necesita que le oigamos y escuchemos, no sólo con nuestros oídos, sino con nuestro corazón.

Como nos dice el Papa Francisco en Evangelii gaudium: «Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (EG 171).

Escuchar y comprender

El arte de escuchar, que es más que oír, implica la escucha activa, requiere la actitud de ponernos en la situación existencial del otro, de captar sus ideas, pensamientos, emociones y sentimientos, que subyacen a lo que está diciendo; de vivir en su experiencia vital y comprender lo que siente. Saber escuchar es difícil, pues requiere un esfuerzo superior al que se hace al hablar y, claro está, del que oye sin intentar comprender lo que oye.

Comprender es hacer propio lo que se entiende, lo que se nos quiere transmitir, es tomar consciencia del sufrimiento ajeno, descubriéndolo en su sentido profundo y así actuar en consecuencia. Sólo podremos compartir si comprendemos por qué sufre. No es fácil comprender al prójimo porque nuestros propios valores y emociones perturban nuestra capacidad de empatía, esa capacidad por la que penetramos en el corazón del otro, poniéndonos nosotros como “entre paréntesis”, para poder acompañar al otro en su camino, en sus mismos pasos. Requiere un esfuerzo intenso para captar el mensaje profundo que nos quiere revelar, pero ese esfuerzo bien vale la pena.

«En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro («Dijo Dios: “quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado” cf. Ex 3,5)» (EG 169).

La escucha afectuosa y comprensiva requiere respetar la libertad y los sentimientos del que sufre. Pero no se puede quedar ahí, sino que ha de ir encauzada a liberarlo de su sufrimiento. Por ello, es necesario que se sienta comprendido. No sólo que lo escuchemos activamente y lo entendamos empáticamente, sino que experimente que comprendemos y compartimos lo que siente. A veces, puede ser difícil que se sienta comprendido en su sufrimiento, porque en realidad lo que desea es verse liberado del mismo, pero es misión nuestra transmitirle e insistirle en que sí que lo comprendemos y estamos a su lado para acompañarlo. Lo cual puede requerir un nuevo esfuerzo.

Recordemos el consejo del apóstol Santiago, que tan gran bien nos hará a todos nosotros: «tened esto presente, mis queridos hermanos: que toda persona sea pronta para escuchar, lenta para hablar» (St 1,19).

Escuchar el sufrimiento

Para comprender a nuestro hermano que sufre, también hemos de escuchar el clamor que le dirige a Dios. La expresión de sus pensamientos y sentimientos más importantes no puede quedarse sólo en el plano humano, en sus dolencias y enfermedades, en sus dificultades y tribulaciones, sino que incluye también su dimensión trascendente, su relación con Dios. Escuchar requiere abrirnos a cómo vive su alma lo que le está aconteciendo.

Tengamos bien presente que la escucha pastoral es un paso necesario en esa finalidad última que es la de ayudar a nuestro hermano a darle el sentido último a su sufrimiento, a afianzar su confianza en ese Dios bueno que se preocupa de todos sus hijos, pero especialmente de los necesitados, de los enfermos, de los que sufren.

Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana» (EG 169).

Oigamos, pues, el clamor que se eleva a Dios en el sufrimiento, dejemos que el corazón herido llore sus desgracias y acompañémoslo con nuestra fe y esperanza. Si el mismo Job elevó su grito desconsolado ante Dios y lloró amargamente todas sus desdichas, si el salmista proclama: «Tenía fe, aun cuando dije: “¡Qué desgraciado soy!”» (Sal 116,10), escuchemos también el lamento de nuestro hermano que sufre y unámonos con él en la oración, pidiendo la ayuda del Espíritu Consolador para que venga en su ayuda y derrame en su corazón lastimado el consuelo que sólo de Dios procede.

 

3. Cuestiones para reflexionar

  1. El silencio es una gran virtud, ¿sabemos escuchar en silencio a nuestro hermano que sufre, o somos incapaces de permanecer en silencio y necesitamos imperiosamente hablar cuando acompañamos al que sufre?
  2. La escucha activa y empática tiene como finalidad comprender a nuestro hermano, ¿intentamos comprenderlo en lo más profundo de su sufrimiento o preferimos que no nos transfiera sus quejas y temores?
  3. Cuando escuchamos a nuestro hermano que sufre, ¿abrimos nuestro corazón a escuchar sus lamentos que eleva a Dios, sin juzgarlo ni infravalorarlos?

 

4. Para orar

Para que pueda escuchar

¡Oh Señor!,

haz silencio en mi alma,

para que pueda escuchar

los amargos lamentos,

el lloro contenido,

el gemido del enfermo,

el quejido de la soledad.

 

¡Oh Señor!,

abre mis duros oídos,

para que pueda escuchar

el suspiro del abatido,

el sollozo del moribundo,

el lamento del duelo,

el llanto de sus seres queridos.

 

¡Oh Señor!,

hazme comprender el corazón,

para que pueda escuchar

y dar la palabra de aliento,

el afectuoso consejo,

la voz en la que resuena el clamor,

el consuelo que viene de Dios.

 

¡Oh Señor,

abre mi corazón

para que te escuche en quien sufre!

Amén.

  

 

Autor: Luis Sánchez Ruiz. Director-Coordinador del SIPS de Levante

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